El tío Fernando no era una persona especial. Al menos, a primera vista. No era inteligente, no era especialmente sensible, tenía un carácter fuerte y difícil... pero era el tito Fernando. Hay personas que son grandes sin tener grandes cualidades. Grandes en sí, grandes por estar ahí toda una vida, por lo que sus gestos, sus palabras y su presencia significan para nosotros sin que ellos lo sepan. Creo que ese era el caso de mi tío Fernando.
Como gran parte de los malagueños, hablaba sin parar. Recuerdo que lo visité unos días cuando fui de archivos a Málaga para la tesis doctoral. Me quedé en su piso. Pasábamos la tarde en la terraza, viendo el tráfico, al fresco, y él hablaba de su vida. Sin que se diese cuenta, yo lo interrogaba sobre la guerra civil, los años cuarenta, su trabajo, sus amores, el no tener hijos... La entrevista más difícil que he hecho en mi vida: al final opté por no tratar de casar las fechas o los acontecimientos y escucharlo tranquilamente. Así era él.
Mi tío tenía la grandeza de los hombres sencillos. La sencillez del que te ama, del que no pronuncia grandes frases ni ideas abstractas. Pero también la sencillez del hombre bueno, del abuelo que fue para todos sus sobrinos-nietos y del padre que fue para todos sus sobrinos.
Recuerdo que afrontaba la muerte con una tranquilidad absoluta. Antes de su operación, lo llamé desde Londres: "Espero estar en casa pronto, y si muero, pues mira, me encuentro con tu tía, que ya estoy cansado de vivir". Sin embargo, pasó dos meses en el hospital, tratando de agarrarse a la vida y, con ella, a todos nosotros.
Siempre me pregunté por qué estaba obsesionado con el tiempo. Su piso estaba repleto de calendarios y relojes. Antes de acostarse, meticulosamente, iba uno por uno cambiando la fecha para el día siguiente. Finalmente, antes de apagar la luz, besaba el retrato de su mujer que ya no estaba, mi tía Anita.
Ya nadie cambiará las hojas de los almanaques de su casa, ni dará cuerda a los relojes que marcaban sus últimos días de espera. Mi tío descansa para siempre enterrado en el tiempo, aunque él ya no pueda escuchar el tic-tac de sus horas. Lo haremos nosotros por él.