El pasado fin de semana me escapé a Alicante. Tenía una visita pendiente: conocer a mi sobrina, la hija de mi primo-hermano David (no es el bebé de la foto).
Fuimos mi hermana y yo. El viaje estuvo cargado de anécdotas y de buenos momentos. La verdad es que fue un placer disfrutar de ella con tranquilidad, con tiempo, sin gente alrededor. Siempre es bueno descubrir que seguimos unidos y que, seguramente, tenemos muchas cosas más en común de lo que pensamos. Anécdota: paramos en la provincia de Murcia a tomar un café en una gasolinera. Al rato se me acerca mi hermana muy seria, me mira y me dice con voz burlona: “Ese hombre me ha dicho algo”. “¿Quién?, pregunto, ¿el que atiende? ¿Qué te ha dicho?". Lógicamente yo ya estaba en plan hermano defensor, pensando que le habrían soltado alguna bordería o algo así. Ella aclaró mis dudas: “me ha dicho: hon nohenta hentimoh”.
Bueno a lo que iba. Que pasamos un fin de semana fantástico. Pero he visto eso de los hijos y la descendencia más cerca que nunca. ¡Y todavía ni tengo pareja!. Está claro que cambian la vida… es difícil hablar de ellos desde la barrera, pero voy allá. Debo ser bastante campesino, porque tengo claro que quiero tenerlos. Me encantan aunque no tenga mucha maña con ellos (el primer golpe de Anita, mi sobrina, se lo di yo mismo contra un vaso la primera vez que la cogí). Pero sobre todo es por el sentimiento, quizá bastante primario, de dejar algo en este mundo cuando yo no esté. Algo que me suceda y que, con toda la humildad, pueda aspirar a ser bueno. Quizá sea una forma de sobrevivir a la muerte.
Pero quizá estoy perdido, porque todas las razones que me doy para traer a alguien al mundo son egoístas, son mirando a mí. Quizá porque tampoco estoy convencido que sea bueno nacer para ver lo que hay aquí, para luchar con todo lo que nos rodea, y para intentar cambiar todo esto que es imposible de cambiar.