Nos pasamos toda la vida esperando lo excepcional, que el mundo gire en el punto que deseemos y, de pronto, nos deje en el sitio que queremos. Las películas de Hollywood y los valores del éxito del mundo capitalista no paran de insistir en que el mundo es de los héroes, que el éxito es accesible para todos. El paraíso parece estar al alcance de la mano o, incluso, tras la puerta del pasillo de nuestras casas.
La llegada a ese mundo imposible se espera de forma apasionada y expectante. Esperamos grandes historias, sucesos paranormales que nos catapulten a lo que queremos, a un mundo opuesto al que tenemos.
Ayer, hace un año, la vida se presentaba como siempre. Todavía girando, sin un trabajo estable, unos días de calor y legajos en Madrid. Y de repente, un día normal. No era una rubia platino. Tan sólo una impresión, tan sólo una historia demasiado complicada. Tan complicada que ni soñamos con nada... y eso que los sueños no cuestan nada. Diez días después de conocerla, nos encontramos en una vulgar cadena de restaurantes. Vulgar cena. Vulgar vino. Para dos personas seguramente vulgares a los ojos de todos. Pero en ella estaba todo: sonó Salinas, sonó su vida pasada, sonaron sus penas y sus glorias (y también las mías). Y aquí estamos. Los instintos, las impresiones y las palpitaciones salieron al paso de las historias perfectas, de las autopistas y de las rubias platino con sonrisa edulcorada.
Todos tenemos un día en la vida, un día, en que nos hacemos diferentes. Diferentes porque nuestro futuro cambia radicalmente. Pensad, queridos lectores, cuál ha sido el vuestro. Y pensad también si fue producto de un juego de azar, de un dejarse llevar o de un giro del destino. Pero no os engañéis: detrás de las grandes curvas, se esconde el mundo de lo corriente, de lo cotidiano. La felicidad está agazapada en las sombras, no en los grandes focos ni en los escenarios del éxito.
Ayer, un año después, volvimos al mismo sitio. Misma cadena de restaurantes. Misma mesa. Mismas ensaladas. Cambiamos, eso sí, el vino y el postre. No hubiese cambiado cenar en ningún otro lugar: ni sobre la torre Eiffel, ni sobre el Empire State Building... más que nada, porque si hubiese sido así, no hubiese sido ni nuestro momento, ni nosotros mismos. Lo que nos pertenece no tiene precio, pues la vulgaridad de lo propio no se compra.