El sábado pasado, 20 de febrero, se cerraron muchas cosas. Después de 23 años, volví al pueblo donde pasé la primera parte de mi infancia: Huelma.
Mi familia y yo dejamos Huelma en 1983. Tan sólo regresé una vez, cuando rondaba los 17, cuando falleció "Beba", la mujer que nos cuidaba a mi hermana y a mí. Desde entonces, aquellos primeros seis años de vida han estado en mí... pero eran sólo recuerdos que, en gran parte, dormían en aquel lugar. Pero decidí volver y encontrarme con ellos.
Huelma es un pueblo pequeño, en la provincia de Jaén. Se esconde a los pies de Sierra Mágina, tratando de escapar a sus vientos y nieves. Llegué sólo y aparqué el coche en el "jardín", una plaza rectangular donde pasábamos gran parte del tiempo. El pueblo se me vino encima. Todo había cambiado. En mis recuerdos, el pueblo era vida, infancia, niños corriendo por las calles, agitación... ahora las calles estaban vacías, aunque muchas guardasen el mismo pavimento de hace casi treinta años. Como símbolo de todo aquello, el "jardín" desierto. El quiosco donde comprábamos chucherías, siempre con cola, cerrado y abandonado. Por fín pude ver, eso sí, la repisa donde atendían... yo también he abandonado hace tiempo el metro de altura.
En mi recuerdo el pueblo era el centro del mundo. Todo lo que estaba fuera de él me resultaba ajeno, y nunca pareció importarme. Pero ahora, las calles y plazas estaban desiertas, su tamaño era testimonial.
Comencé a caminar mi mundo de entonces. Recordaba todo. Pero todo era distinto: las gentes andaban por las calles y me miraban con algo de sorpresa. Dudé si avalanzarme sobre uno de ellos y decir que yo, también yo y mi familia, había vivido en Huelma.
La magia desapareció. El sábado pasado, todo era pequeño y estaba a mi alcance. Recuerdo que, para mí, el Castillo de Huelma era un lugar mítico, que dominaba el pueblo y al que nunca pude subir. El sábado me pareció una mera atalaya, a pocos minutos de la plaza principal. Desde allí, solo, contemplé la comarca. El pueblo pequeño, pasado. Los mares de olivos viniendo hacia mí. Y cada vez más, el crepúsculo encerrando al pueblo y a mi memoria en la ladera donde están asentadas.
También subí al "barrio". Era el lugar donde vivía Beba, una persona de origen muy humilde y, seguramente, de las que más me han querido. Hoy sé que los amigos de mis padres criticaban que estuviésemos con ella y que pasésemos las horas en el barrio jugando con los niños. Entonces no lo sabía. Pero en aquellas empinadas calles, en aquella ladera apartada del centro del pequeño pueblo, conocí la pobreza y la injusticia derivada de un pasado impuesto. Pero fue allí donde he sido más feliz. Allí empezó todo lo que soy.
Antes de marcharme, busqué nuestra casa. Recordaba, no sé por qué ni cómo, que estaba en la calle "18 de julio"... otra premonición de mi futuro. No me costó demasiado encontrarla: pero ahora se llamaba "1 de mayo". Mirar la casa donde uno ha vivido es mirar a su propio pasado: porque se ha vivido en él y no volverá. Antes de subirme al coche, eché un último vistazo al balcón desde el que despedí a mi abuelo, cuando marchaba a Alicante, la última vez que lo vi. Allí, de pie, me di cuenta entonces de un pequeño detalle: la casa estaba en venta.