Tuesday, September 09, 2008

La Historia para seguir viviendo

(Con el permiso de la otra autora, pego abajo el artículo publicado en Granada Hoy el 8 de septiembre de 2008. Es largo, pero quizá os interese)

El padre de Gabrielle García nació en 1911 en el pueblo granadino de Cijuela. Pese a su origen y posición humilde, aprendió a leer y a escribir. Antes de la Guerra Civil llegó a ser secretario local del Partido Socialista en el lugar donde había visto la luz. Durante la contienda participó en el Batallón Granada. Y, seguramente, el 7 de febrero de 1939 cruzó la frontera con Francia avergonzado y desgarrado por la España que dejaba atrás. Comenzó entonces su caminar por los campos de concentración franceses, por los campos de trabajadores nazis en las costas de Normandía y, con mucho esfuerzo, la libertad y la resistencia. En un intento de escapar a su pasado, todavía con la capacidad de amar pese a los desastres que sus ojos habían contemplado, contrajo matrimonio con una mujer francesa que, enamorada de él, le había protegido no dando su nombre a unos soldados alemanes. Con los años, tuvo dos hijas y construyó una casa con sus propias manos. Pasó el resto de sus días en Saint Maló (Francia), junto a un mar que le recordaría un exilio del que jamás regresaría.

No conocemos más del padre de Gabrielle. Ni siquiera su nombre. Y lo que ha llegado a nosotros lo hizo, como un huracán de recuerdos, en una cafetería granadina el pasado 12 de agosto. Junto a Plaza Nueva, Gabrielle nos habló de su padre. Y de cómo decidió ir en busca de su pasado, porque “quería conocer el significado de las palabras”.

Gabrielle todavía recuerda a su padre “gritar en silencio”: “Granada, Granada”. También el silencio de sus padres. Y una terrible confesión prueba del dolor y del amor ilimitado de su padre hacia ella: “Si tú tuvieras que pasar por donde yo he pasado, te mataría”.

Todo eso hasta 1967. Sólo la incógnita de un silencio perpetuo. Pero una carta cambió su vida: en esa fecha, su tío y algunos jornaleros de Moraleda de Zafayona anunciaban su presencia en las cercanías del Monte Saint Michel. Y, entonces, la visita de esos hombres a Saint Malo. Gabrielle recuerda verlos avanzar hacia la casa con sus ropas desgastadas, sus pantalones anchos, sus sombreros de paja, su humildad y su dignidad de campesinos arrastrando junto a las murallas de piedra de la playa de Saint Malo. Quedó tan fascinada por un pasado que la llamaba que, con el consentimiento de su padre y con sólo dieciséis años, marchó hacia Andalucía montada en un camión cargado de emigrantes hambrientos. Los intentos de su madre de hacer de ella “una francesa” no habían logrado alejarla de un pasado que necesitaba desentrañar. Al anochecer de este agosto, Gabrielle justificaba su viaje: “fui a España para traerle a mi padre las palabras que necesitaba para seguir viviendo”.

Y las encontraría. Las encontraría en los caminos polvorientos de Andalucía y, sobre todo, en la pobreza que rodeaba a los más humildes. Lo comprobó al llegar a Cijuela y Moraleda. Los vencidos en la Guerra Civil seguían allí, sepultados en sus cuevas, hambrientos, sin apenas vestidos. Recuerda cómo, al verla, su tía Paquita le confesaba su “vergüenza por ser tan pobre”. Entonces Gabrielle le cogió la mano. Su tía la miró. De tanto sufrimiento pasado, “no podía llorar”, recuerda.

Su tía Paquita conservaba la dignidad del vencido, la hondura de una pobreza que marca el rostro, que expresa el pasado y anuncia el futuro. Pero en su familia también quedaban las brechas de la Guerra Civil: algunos eran vencedores. Fue el caso de su tío-abuelo, cómplice con el franquismo y que llegó a renegar de su sangre. Gabrielle recuerda verlo en su pueblo, con la cabeza baja y sin voluntad de mirarla a los ojos. Su tía le dijo: “Aquí está la hija de tu sobrino”. Ella se acercó en busca de un pasado que no temía. Pensó, sin atreverse a decirlo en voz alta: “levanta la cabeza que vea la cara del hermano de mi abuelo”. Él no lo hizo.

En esos días de agosto, Gabrielle ha visitado por primera vez el cementerio de Moraleda. En él está enterrado su abuelo. Sin embargo, no pudo encontrarlo: no había lápida que cobijase su memoria. Lo mismo le sucedía a otros muchos nombres perdidos en el pasado, pero vivos en la memoria de muchos de nosotros. A día de hoy, los únicos restos de su paso por la Historia siguen siendo unos pequeños montículos de tierra coronados por dos ramas en forma de cruz o unas pequeñas flores artificiales.

No está claro qué es más sorprendente, si la Historia o su rescate. Si los hechos del pasado o los que los enlazan con el presente. Preguntamos a Gabrielle del por qué de su lucha, del por qué de su curiosidad, del por qué de abandonar unas cómodas vacaciones, dejar a su familia y viajar al sur a visitar sola el tiempo más agreste de su familia. Para ella, luchar por su memoria es un deber imprescindible: los vencidos “fueron tan humillados que a mí me tocaba limpiar esa humillación”. Hoy dice haber “puesto cuerpo a las palabras”. Confiesa, con lágrimas en los ojos y con la voz temblando, pero con el orgullo y la seguridad del que abraza una convicción, que es la primera vez que entra en Granada diciéndose que es suya, que por fin le pertenece: “antes entraba con miedo, con dolor, pero ahora no”.

¿Por qué viajar al pasado? ¿Por qué desentrañar las palabras que anidan en los huesos de los que nos han precedido? ¿Por qué buscar respuestas en los que todavía callan? Sin duda puede haber muchas razones, muchas, necesarias. Para Gabrielle había una y definitiva: “lo hago porque lo necesito”. Y no sólo por su padre, sino también por ella, por sus hijos y por esos hombres y mujeres que vieron morir a sus hijos.

Pese a haber pasado su vida fuera de España, Gabrielle está conectada con España y su Historia. ¿Lo estamos los españoles? Al comienzo de la entrevista confesaba con rabia su experiencia esa misma mañana. Acudió a la Facultad de Derecho, en busca de las aulas, los muros y el espacio donde fue catedrático Fernando de los Ríos, el ministro de Justicia e Instrucción Pública de la II República. Emocionada, preguntó a una alumna por su recuerdo. La alumna, seguramente extrañada, le respondió que no conocía a ese personaje ni tenía por qué hacerlo.

El pasado no es algo inerme y escondido. Nos rodea día a día, se asoma a nuestras vidas. Es necesario acercarnos a él, avistarlo, rescatarlo y tenerlo presente. Es el nicho donde reposan las tragedias, pero también el origen de nuestros derechos. Y, en España, los derechos fueron conseguidos con mucho dolor, sangre, silencio y, por supuesto, esfuerzo. El pasado no es un tiempo lejano ni ajeno: es nuestro, deambula o reposa por las calles de Granada, en nuestras vidas y en las de los que se han ido. Encontrarnos con él es imprescindible para encontrarnos con nosotros mismos y, por supuesto, con nuestro futuro.

Ese atardecer de agosto, junto a un taxi, emocionada y sonriente, Gabrielle García se despidió de nosotros y de Granada. Nos abrazó y nos besó, con esos gestos que cruzan las generaciones y la Historia. Mientras que su taxi se alejaba, nos quedamos pensando en sus últimas palabras antes de levantarse de la mesa del café: “Hoy las frases ya no están enterradas en un hoyo en la tierra: hoy, por fin, han vuelto a su tierra”.

4 comments:

Anonymous said...

Una historia emotiva. Una historia llena de emociones. Una Historia verdadera, como la gran película del magnífico director David Lynch, sobre la entereza y la misma naturaleza del ser humano.

Anonymous said...

Realmente se habla de la guerra civil, de vencedores y vencidos, pero lo que pasó es que todos fueron o fuimos vencidos.
Los que fueron son todos aquellos que por acción u omisión vivieron esos azarosos tiempos y se cobijaron en el temor, que dejaron pasar a los radicales, derecha e izquierda, me da igual, y que no supieron llevar a la cordura a este país, fueron vencidos y si pobres, toda España, de uno u otro bando, humillados no por la derrota o la victoria sino por la vergüenza de haberlo permitido.
Y los que fuimos vencidos somos nosotros, los que nos llamamos demócratas y nos damos golpes en el pecho, vencidos por el odio y el resentimiento, ganas de venganza, unos por un dictador bajito que murió en la cama, otros por un Isidoro que desde el exilio consiguió sacarlos del poder y demostrar que se podía vivir en concordia. Lo hemos olvidado, incluso ese Isidoro que tanto consiguió, está ahora perdido en ese mar de venganzas y odios.

Realmente los 2 primeros tercios del siglo XX español son tristes y habría que ponerlos en justicia, pero no en la que se pretende, todos perdimos, de todos los bandos, derechas, izquierdas y los que están en medio, la mayoría.

La historia es fundamental, oir el pasado para afrontar el futuro, aprender, pero ya sabemos, tropezamos con la misma piedra no 2 veces, mil.

Quién puede estar orgulloso de la guerra civil, de los muertos de la destrucción, ni vencedores ni vencidos.

Un saludo, anonimogr.

Anonymous said...

Si alguna vez acabara ese dolor extraño de alguien perdido sin conocerlo... son curiosas las raíces y como sin haber vivido en una tierra pero al conocerla, desentrañas misterios de ti mismo. Sin el dolor, entiendo a esas familias que buscan en sus raíces, será algo natural, será algo innato, y para cada uno necesario.

Emotivas siempre estas anécdotas que cuentas...

Aguamala said...

Gracias Bobby por rescatar este historia de "rescate" para nosotros. Por mi parte, yo estoy un poco en desacuerdo con anonimogr. Discrepo de ese discurso que se ha instalado en nuestra sociedad de que "todos fueron culpables" repartiendo al cincuenta por ciento responsabilidades entre uno y otro bando. Hubo un golpe de estado, contra un gobierno con muchos defectos, pero en el que se podía elegir democráticamente al gobierno (las derechas gobernaron durante la República), en el que las mujeres votaban, en el que el oscurantismo religioso no erá fuerza motora de la sociedad...
Además, parece que todo se queda en la Guerra...Todos fuimos culpables....Y este texto habla precisamente del después, de la represión, del exilio forzoso, de huesos sin nombre, del hambre, del miedo, del silencio. La Historia no debe perder su función social de vista, y en este caso se trata de devolver la dignidad a quienes vivieron con la cabeza agachada, sin venganzas, pero sin titubeos.