Saturday, June 23, 2007

Un hombre cualquiera


Mi amigo George es una persona común. Uno de aquellos hombres cotidianos que, con sus grandezas, miserias y contradicciones, construyen el mundo.

George es un hombre de su tiempo. Hoy tiene 78 años, dos rodillas artificiales, dos operaciones a corazón abierto y sobrepeso. Ha presenciado más de tres cuartos de siglo de historia de los Estados Unidos. Y el mundo que le rodea, siempre pequeño, se le escapa de las manos. Mi amigo George entiende que negros y blancos deben estar separados; pero su nieta, de 16 años, se empeña por defender su amor con un chico negro del Instituto. Mi amigo George cree en la paz; pero siente que América está en peligro y la guerra puede estar justificada. Mi amigo George desea ver el mundo; pero me reconoce que, por su vejez, es muy tarde para viajar.

George Kempf es de origen alemán. Su familia llegó a Michigan a finales del siglo XIX. El único rastro de su ascendencia europea es su sangre, su apellido y su religión luterana. Nació en una granja hoy cercana a Ann Arbor. Hijo de granjeros, desde pronto quiso escapar de la vida rural. Trabajó toda su vida vendiendo ropa de hombre.

Conoció a su mujer en la calle Main. Ella trabajaba en una tienda de ropa de mujer justo enfrente. Un día la invitó al cine. Ella aceptó. Dos días después, la invitó a la bolera. Todo siguió su curso y estuvieron 38 años casados. Según mi amigo George, sólo tuvieron dos discusiones fuertes. Parece que fueron felices. Tuvieron tres hijos varones. Buscaban una hija pero nunca llegó. Uno de sus hijos, con tan sólo 17 años, decidió poner fin a su vida. Todavía la tragedia queda patente en la voz de George cuando lo recuerda.

Un día George enviudó. La soledad lo liquidaba. Un par de meses después de la muerte de su mujer recibió una llamada de una vieja amiga, Nancy, también viuda. Los dos matrimonios salían juntos frecuentemente:
-¿Cómo lo llevas?
-Bien, respondió George.
-Es un infierno, ¿verdad?, replicó ella.

George y Nancy comenzaron a compartir tiempo juntos. Al principio esquivaban la soledad compartiendo el almuerzo. Después compartieron las cenas. Y finalmente, compartieron una segunda vida. Optaron por no casarse: él perdería la atención médica gratuita del hospital universitario y ella su pensión.

Hicieron proyectos juntos: George compró una casa junto a un lago, pero casi no pudo disfrutarla con Nancy. Su salud era débil y sus hijos siempre fueron distantes. Diabética, un día tuvieron que amputarle las dos piernas. Dejó su casa y la trasladaron a una residencia. George siguió a su lado, visitándola cada día. Un día, mi amigo la acompañó dándole el almuerzo. Después, tuvo que marchar a misa. Ella le suplicó: “por favor, vuelve después”. Él no lo hizo. Esa fue la última noche de Nancy, y el bueno de mi amigo George confiesa que nunca cesará de culparse por faltar a su promesa.

Seguramente mi amigo George, del que en estos días me despediré para siempre, es un hombre como otro cualquiera. Con una vida cualquiera, viviendo en un lugar cualquiera. Con los defectos y virtudes de cualquiera. Es un ser humano. Y le echaré de menos.

2 comments:

Anonymous said...

Pura vida.
Gran historia.
Un abrazo amigo, pronto nos vemos.

Anonymous said...

Jo, me has dejado muda... vente ya pacá... enseñalé a manejar internet y chateais... me encanta saber de estas historias...
besos